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Nacionales

Este 24 de marzo se conmemora el cuarenta y tres aniversario del asesinato de monseñor Óscar Arnulfo Romero

Hoy se cumplen 43 años del martirio de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, ordenado por el mayor Roberto d Abuisson, siguiendo los lineamientos del Departamento de Estado de los Estados Unidos.

Sin embargo, Romero sigue siendo faro y antorcha que ilumina la oscuridad del presente y transmite esperanza para la construcción de la utopía de “Otro Mundo Posible”. 

Romero es el símbolo luminoso de un cristianismo liberador en el horizonte de la teología de la liberación que asumió la opción ética-evangélica por las personas y los colectivos empobrecidos del país, frente a las tendencias alienantes y neoconservadoras.

Puso en práctica, la afirmación de Paulo Freire: “No podemos aceptar la neutralidad de las iglesias ante la historia” y ejemplificó con su vida y su muerte martirial el ideal del poeta cubano José Martí: “Con los pobres de la tierra mi suerte yo quiero echar”.

Monseñor Romero defendía la necesidad de “ser forjadores de nuestra propia historia”, no permitiendo que sean otros quienes desde fuera impongan el destino a seguir.

Romero sostenía que la Iglesia tiene que implicarse en la ciudadanía activa: “En la medida en que seamos Iglesia, es decir, cristianos verdaderos, encarnadores de Evangelio, seremos el ciudadano oportuno, el salvadoreño que se necesita en esta hora”, señaló en su Homilía el 17 de enero de 1979.

Romero señalaba que la democracia se encontraba sometida al asedio del mercado y acorralada por múltiples sistemas de dominación, que son más fuertes que ella y amenazan con derribarla.

Fue por eso que su pensamiento, plasmado en las homilías dominicales golpeaba la verdad y el actuar de la oligarquía salvadoreña que creyó que asesinándolo se terminaría con este mensaje liberador, pero se equivocaron. La mejor expresión de la utopía de Romero fue la respuesta que dio a un periodista, unos días antes de ser asesinado: “Si me matan, resucitaré en el pueblo”. No estaba hablando del dogma de la resurrección de los muertos, ni de la vida eterna, sino de la nueva vida del pueblo salvadoreño liberado de la violencia, la injusticia y la pobreza. Su resurrección era la resurrección del pueblo.

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